Nacido en 1961, es pintor, dibujante y hace grabados. Se formó con los grandes y hoy aporta con su obra al acervo artístico uruguayo.
Durante las horas que se lo entrevistó, Pedro Peralta dijo frases como esta:
“Tengo demasiadas pruebas de que el arte te sana, de que el arte te cura. Demasiadas. No tengo dudas de eso. Es una postura, para un montón de gente, muy… new age, ¿no?”.
O como esta:
“Yo creo que la única premisa del arte es que es un suicidio no ser libre”.
O esta:
“Cuando se es honesto, ahí entendés cosas que están encontradas con lo tuyo, estéticamente. Yo estoy lejísimos de ser conceptual, porque a mí con la idea no me alcanza. Yo quiero tocar a Flor, no soñar con Flor. Hay gente a la que le alcanza con la idea, pero no es lo mío”.
Esta:
“La gente se olvida que los artistas somos como contadores de un momento, siempre. Sobre todo, en la gráfica. Se da mucho más directo. Hay gente que dice que no, pero es medio que ineludible porque nosotros somos artistas en la medida en que el sistema te coloca y te hace funcionar de una manera”.
Y esta:
“Dalí es metafísica onírica. De casual no tiene nada, es casi matemática”.
Pedro Peralta, que es artista contemporáneo uruguayo; que nació en Salto en 1961, pero que allí vivió poco tiempo; que pinta, que hace grabados, que dibuja; que es hijo de la artista plástica Lacy Duarte; que estudió con figuras como Osvaldo Paz, Vicente Martín, Clever Lara o David Finkbeiner; que ganó muchísimos premios y que expuso en muchísimos lugares; que hizo tapas de discos como la de Isla de Encanta o la última de Mandrake y Los Druidas; que pinta de formas tan ridículas como excelentes el Palacio Salvo de Montevideo; que es uno de los fundadores del taller de plástica Taller de la Buena Memoria.
Pedro Peralta, que fusiona en un mismo lienzo con óleo el futuro, el pasado, lo humano. Pedro Peralta, que presenta una Carlota de Blanes desmedida en todos sentidos. Que hace del Salvo una Torre de Babel. Que sube al gaucho de Blanes a un barquito de papel junto a otros personajes de obras famosas.
Pedro Peralta, que ha dicho de sí mismo que es un homo faber, una expresión latina que significa “el hombre que hace o fabrica”. Suele usarse, además, en contraposición a homo sapiens, que sería “el hombre que sabe”.
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Para una exposición en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV), el director del museo, Enrique Aguerre, escribió esto:
“Los personajes que habitan su obra provienen mayoritariamente del mundo del arte o, más precisamente, de la historia del arte; Carlotas, meninas, enanos, gauchos y monarcas, de renombrados artistas tanto locales como europeos, posibilitan no solamente guiñadas cómplices con el espectador sino nuevas lecturas a partir de un imaginario singular. Del encuentro entre un gaucho de Blanes y la duquesa de Alba de Goya en un barco de papel, no se vuelve indemne”.
La directora del Programa Cultural Fundación Itaú, que colaboró para aquella exposición, Stella Elizaga, escribió esto:
“Lo mencionado hasta aquí describe el oficio y el carácter de Pedro, pero lo que termina de definir su personalidad y estilo pictórico es su original mirada sobre la realidad que lo involucra y alimenta su obra. Pedro revuelve en el pasado, en el propio y en el colectivo, hace memoria y nos presenta en sus obras reinterpretaciones de escenas míticas, grandiosas, y a veces mínimas e increíblemente cotidianas, donde con frecuencia mezcla la biblia con el calefón”.
Clever Lara, uno de los maestros artísticos e intelectuales de Pedro Peralta, para esa misma exposición, dejó escrito lo siguiente:
“Se desprende que el mundo visual que nos ofrece Peralta es como un río que recibe muchos afluentes, a veces apaciguado y a veces torrentoso que arrastra materiales viejos junto a otros recientes, ofreciéndonos un espectáculo de una antigua actualidad”.
Antes, aclara que “pensar haciendo”, el título de su texto, “podría ser el lema de Pedro Peralta. Este artista no se suma, por lo tanto, al desdén aristocrático por lo artesanal, fundado en el pensamiento platónico y continuado en la distinción medieval entre artes liberales y artes mecánicas”.
Y tienen razón.
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La casa donde vive actualmente Pedro Peralta en Balneario Buenos Aires, cerca de Punta del Este, era originalmente de su madre, Lacy Duarte. En realidad, la casa de veraneo de su madre durante un tiempo y, más tarde, un domicilio bastante fija.
Eso significa que, adentro de esa casa, a la que precede un jardín con varias plantas, algunos árboles y un limonero, después de abril y hasta los primeros calores del año en Uruguay, hace frío.
—¿Son todas grandes tus obras? ¿O tenés alguna que puedas agarrar? —pregunta la fotógrafa.
—Esta es la única, porque yo, en realidad, no trabajo chico. Con esta obra me gané dos Premios Grafiti— dice Peralta.
Lo dice mientras que sostiene una copia del vinilo del primer disco de Isla de Encanta, el programa de radio de Nelson Barceló y Pedro Dalton (que está ilustrado en la tapa), donde se invita a músicos a hacer reversiones. El segundo disco también contó con una de sus obras para la portada.
—Ahora estamos yendo por el tercero—agrega Peralta—porque aquel que está allá es La Suite de Raymundo de Mandrake y Los Druidas.
—¿A Mandrake lo conocés?—pregunta la fotógrafa mientras lo mira a través del lente de la cámara.
—Conozco su obra. A la que conocí fue a su compañera durante años, Alberta Pereira, que es una monstrua. Ella sí es amiga mía, de otra época. A Alberta la conocí haciendo teatro en Suecia, cuando a principios de la década de los 90 siguió a un grupo de teatreros uruguayos que hacían arte callejero.
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Nació en la ciudad de Salto, en 1961, en frente al Parque Solari o del otro lado de la casa de Enrique Amorim, un escritor uruguayo del norte del país que se dedicó a la literatura, al teatro, al cine, y que fue especialmente conocido por su novela La carreta (1932).
“Es una historia súper fuerte la de Amorim. De la Asociación Cultural Horacio Quiroga fue el alma máter, el que armaba todo eso. Estaba casado con la prima de Borges. Un tipo que no solo es escritor, sino que hizo cine. Investigando su vida, descubrí que el cine de Libertad Lamarque, en las siete películas más importantes el guion era de Enrique”, explica Peralta para dar contexto a su primerísima infancia.
Que era amigo de Federico García Lorca, que las únicas imágenes de Lorca vivo en esta parte del mundo las sacó él. Que fue conocido de Walt Disney y de Pablo Picasso, de León Felipe, de Horacio Quiroga. Que fue quien repatrió a Quiroga, que había fallecido en Argentina, en un tren lleno de flores con un desfile militar adelante. Que era millonario y que filmaba a sus amigos, todos aquellos íconos de la cultura, cuando iban a su casa.
De hecho, todo eso puede verse en una recopilación de sus recuerdos llamada “Recuerdos (1928-1959)”, que digitalizó el Laboratorio de Preservación Audiovisual del Área de investigación histórica del Archivo General de la Universidad de la República.
Y, sobre todo eso, Peralta sabe. Lo investigó a fondo porque, en definitiva, Salto fue el lugar donde vivió hasta los tres años. Ese departamento, con su capital homónima, que Peralta resalta que fue República durante tres días.
Sus padres: ambos artistas, ambos políticamente activos. Aldo Peralta y Lucy Duarte. Su padre, recuerda, un pintor buenísimo. “Hay gente que me pregunta por qué no hablo tanto de mi padre, o cosas del estilo, y creo que mi viejo fue muy obediente políticamente, cuando era un tipo que tenía que pintar con flores. Era un virtuoso del dibujo, pero no dibujaba”, dice.
Y, en contraposición, agrega: “Por eso reivindico a mi vieja. Lo que nunca fue es obediente. Ella razonaba lo que a ella le parecía, una tipa que estaba peleando por las mujeres desde el 45, cuando no muchas mujeres hablaban de eso. Yo estoy absolutamente formado por mi vieja con su discurso que hoy llamaríamos de género, pero mi vieja, por ejemplo, nunca dijo que era feminista, porque para ella era natural. Peleaba por lo que tenía que ser”.
Dos años y medio más tarde, se mudaron a San Carlos. Una ciudad que hoy cuenta con casi 30 mil habitantes, pero que cuando Peralta y su hermano eran niños, eran muchísimo menos. “No había clases sociales, éramos todos amigos. La hija del doctor era mi novia y nosotros éramos unos pelagatos. Eso, en otros lugares del interior, no se daba”, recuerda.
Fue en esa ciudad, en el liceo de San Carlos, que un profesor de literatura le dio para leer Mi planta de naranja lima (1968) de José Mauro de Vasconcelos. Y, con ese libro, fue la primera vez que lloró frente a la literatura. Después de eso siguió una experiencia de la que nadie pierde recuerdo, y mucho menos él: leer a Horacio Quiroga.
Allí residió hasta los 19 años, cuando se fue, finalmente, para Montevideo.
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—Pedro, ¿te puedo pedir que te pongas entre los cuadros? ¿Acá? —pregunta la fotógrafa.
—Cómo no. Acá el que se divirtió hace un tiempo sacando fotos fue Leo Barizzoni, para una revista. Me hizo sentarme en la viga, en el palo ese, allá arriba. Necesitás una escalera— dice Peralta y señala hacia la ventana, enseguida—Ese es el lugar de la bella luz. Yo fui laboratorista de revelado a color. Estudié con Carlos Porro durante mucho tiempo, que fue el uno sobre todo en la parte de laboratorio. Con lo digital no tengo idea.
Con Carlos Porro estudió del 80 al 82. También lo hizo por esos días con Osvaldo Paz. Del 80 al 83, trabajó como asistente de Vicente Martín. Del 80 al 84 con Clever Lara. Del 84 al 92, dio clase en lo de Lara. En el 86 con David Finkbeiner at the Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV). Desde el 94, tiene su propio taller.
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“El tema es como todo el mundo supone que no es”, explica Peralta. Quiso, siempre, ser profesor de Educación Física. Su sueño no era ser pintor, su sueño era llegar a una Olimpiada.
A pesar de su altura (un metro sesenta y nueve), jugaba al básquetbol, al volleyball y entraba en las selecciones juveniles de Maldonado. Hacía atletismo, hacía salto alto, y, en todo aquello, era muy bueno.
Pero, dice, “en un campeonato nacional de liceos nos robaron mal un partido. Era época de dictadura. Los gurises se agarraron a piñas contra un estadio entero, y yo incluido. Fuimos todos en cana y los militares no me dejaron nunca entrar a Educación Física. Me dijeron que no iba a entrar nunca y quedé en pelotas porque no sabía qué hacer”.
Con 18 años, se quedó en San Carlos, mientras que su madre ya se había mudado a Montevideo. Prácticamente sin dinero para mantenerse, esta le dejó la libreta del almacén abierta para que comprara comida. “En casa era joda, todos mis amigos sabían, y la libreta creció mucho. Mi vieja me dijo que se terminaba y ahí me fui para Montevideo”, recuerda.
Una vez en la capital, en casa de su madre, frente a la Cooperativa Bancaria en Sarandí, estuvo casi dos años encerrado, sin salir, porque comparado con una vida en el interior del país Montevideo le parecía gris, feo, sucio.
Gris, feo, sucio, por esta razón: “en esa época había basurales en todas las esquinas. Caminabas por Sarandí hacia abajo y te tenías que ir cuidando porque a las bolsas de basura las tiraban para abajo, era una cosa de locos”.
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Una amiga de su madre, que había empezado a estudiar Psicología con 45 años, iba a su casa a estudiar. Una amiga psicóloga de ella, una psicóloga argentina, vio los dibujos de Pedro. Ella fue quien dijo: “por suerte empezó con dibujo, porque sino estaría más loco que una cabra”. Aunque Pedro nunca había tenido una vida sin dibujar.
Había, en aquel entonces, dibujos de alcohólicos, lisiados, personas marginadas. “Empecé a trabajar en eso para no quedar loco, por eso sé que el arte cura”, dice.
Después de llevar años encerrado, un día se paró y caminó al boliche de moda de aquel entonces, El Lobizón. Vio una mesa, se sentó, y dijo: “estoy solo, no conozco a nadie, me voy a sentar con ustedes”. Así se hizo sus primeros amigos en Montevideo.
A medida que empezó a salir, que empezó a volverse montevideano, también empezó a incursionar en la vida política. Trabajó para el Partido Nacional, “un partido que no era lo que yo pensaba, en verdad”, y allí fue parte de la fundación de lo que después fue la Corriente Popular Nacionalista. Comenzó a reunirse con esa gente casi que semanalmente.
Como eran años de dictadura, y Peralta escribía y firmaba en un diario, salió pidiendo libertad inmediata para un grupo de la Juventud Comunista y de inmediato se lo llevaron compañeros suyos para Brasil, específicamente a la frontera con Uruguay, Santana Do Livramento.
Pero de los años siguientes tiene grandes recuerdos. Viviendo en Pocitos, en la calle Herrera y Reissig, frente a lo que era el antiguo Tren Fantasma del Parque Rodó con su primera esposa y la madre de sus dos hijos, veía pasar a las señoras de tapado de piel, pero también a las personas en situación de calle, caceroleando juntos. “Fue un momento muy especial para Uruguay, pero cuando empezaron las luchas políticas me abrí. Sigo pensando lo que siempre pensé: que soy marxista, pero no comunista”, comenta.
Darnauchans, según dice, era amigo de su madre. “Era insoportable cuando se mamaba porque te empezaba a hablar de Nietzsche y sabía de filosofía como nadie, pero yo lo adoraba”, explica. Y, agrega, que gracias a él fue que en Montevideo empezó a moverse más, porque empezó a seguirlo a todos lados.
Así fue como, de a poco, empezó a entrar en la “cultura”. Armó el grupo Hurgadores. Si él tenía veinte, ya estaba dando clase a gente de dieciséis o quince. Salieron de ahí artistas plásticos, pero también bailarinas, o Luisa Maggi que es oboísta. También ciclos como Plasticando, cuya intención era dialogar con la plástica desde lo interdisciplinario. Había, además, poesía, música, danza, instalaciones, performances.
Recuerda que el ICA Internacional le dio el Premio Revelación del Año y Mejor Instalación a una instalación que hicieron él, Gustavo Fernández, Pelayo y su madre. Hicieron una instalación en Galería Ciudadela, festejando los 250 años de José Gabriel Condorcanti, el nombre cristiano de Tupac Amaru.
Otra de sus exposiciones, de joven, fue una en el Cabildo de Montevideo en 1993. Protagonizada por el Cali, un personaje que fue pintando que andaba de traje y alpargatas, que cantaba supercalifragilísticoespialidoso, en honor a Mary Poppins, que se llamó Barroco Terraja y de la que no vendió ni una sola obra. “Lo que hago hoy, sale de ahí”, declara.
Pero su primera exposición fue en la Casa del Autor Nacional, por 1983, el mismo día que se casó su hermano. Después, empezaron los premios, en una época donde “no había menos de 25 premios en el año para jóvenes”, recuerda. El Banco Hipotecario tenía un premio de pintura, el Inca otro, el Instituto Cultural Uruguayo-Brasileño otro, el Banco República dos, el Municipal, el Nacional. Todos ellos, Pedro Peralta alguna vez los ganó.
“A mí me compra el Museo Nacional de Artes Visuales una obra con veinte años, que está en el museo, y tuve la suerte de que Jorge Páez Vilaró, Osvaldo Palos y mi vieja me dijeron que disfrutara la guita, pero que en realidad mi obra no era para estar ahí”, recuerda.
Entonces, entendió que por más talento que él demostrara, que hay un proceso de trabajo en el arte. Más adelante, comenzó la docencia, que es una de las partes del arte plástica que más le gusta. “Yo tenía una forma de hacer docencia, hasta que trabajé con mi vieja, que me enseñó a hacer grabados, y entendí que era de otra forma”, dice.
Hasta el 2002, su lenguaje pictórico tenía como característica una paleta más baja. A partir del 2006, eso empezó a cambiar. “Tempestad en el Museo Garzón” marcó el comienzo de una nueva serie con colores mucho más luminosos y claros, con cielos, con paisajes protagonistas, con homenajes, citas, intertextualidad.
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—Este es un cuadro que para todo el mundo es durísimo, pero para mí es re tierno porque es la muerte de mi vieja—dice Pedro antes del silencio.
Frente a él se encuentra un ángel de carnaval, como si la muerte fuera una careta, o una máscara. “Es un ángel disfrazado de muerte y se la llevó. Yo lo adoro, ¿viste?”, acota. Es que Pedro cree que su madre tuvo la mejor de las muertes, una muerte súbita. La mejor, porque no se enteró que moría mientras que lo hacía.
Él fue quien la encontró, y la encontró ya muerta, pero trabajando en una obra. “Mi vieja estaba volviendo hacia lo que fue su inicio, que eran alambres desatados. Cuando caminaba, juntaba alambrecitos, esto es una cosa de un champión roto”, muestra Pedro. Es que en los últimos años de su vida, aclara Pedro, su madre hizo toda las obras como parte de esa serie, los pintujos: un rejunte de elementos que luego se pegaban para ir sobre lo que los sostuviera.
¿Por qué “pintujos”? “Un día la traje acá, a su casa en Balneario Buenos Aires y paramos afuera. Le dije que no bajara, porque habían entrado a robar, porque estaba abierto. Una tipa que toda la vida vivió en el campo sola. Y acá estuvo quince años sola. Y le empezó a dar miedo venir. No estaba trabajando, porque estaba más en Montevideo, y ella trabajaba acá. Le dije que se viniera para el taller mío a hacer gráfica. Ella nunca había hecho gráfica y yo le dije que le enseñaba y le daba soporte técnico, le solucionaba lo que ella me pidiera. Entonces, hacía un grabado, tallaba una madera, y empezamos a mezclar y jugar. Se iba con las obras bajo el brazo y volvía, las pintaba, las esculpía, las rayaba. Y yo le dije que estaba buenísimo, pero que eso ya no era un grabado. Y ahí me dice: ‘yo qué sé, serán pintujos’”.
Según Pedro, los últimos cinco años de la vida de su madre trabajaron juntos e hicieron más de setenta obras. “Mi madre era muy de esa cosa de pegue y recorte, era todo una obra en homenaje a su madre”, recuerda.
La madre de su madre, o la abuela de Pedro, una mujer de campo de familia adinerada que quedó embarazada joven de un hombre del personal de la estancia, que estuvo “seis meses fajada para que no la vieran”, y cuando fue imposible disimularlo la mandaron a casarse con el padre de su hijo. Que después tuvo un total de nueve hijos y que, para que jugaran, le daba forma de juguete a los panes, tallaba muñecas en ceibo y “todo eso tiene que ver con su infancia”, por eso es recurrente en su obra.
Dentro de los recuerdos de sus padres, además, entra una conversación que su padre no sabe que él oyó. Su padre, en conversación con un amigo, dijo que su hermano Pablo era mucho más plástico que Pedro, que Pedro era demasiado virtuoso y que por eso nunca iba a ser artista.
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“Yo fui al taller de Clever Lara, pero nunca hice un ejercicio. Éramos todos medio anarcos, ¿viste? Estaba Gustavo Fernández, Álvaro Amengual, José María Pelayo, Álvaro Zinno, Juan Fuentes, todos ya veníamos con algo hecho. En los talleres, a veces pasa, se junta un grupo que son todos locos que trabajan bien”, dice Pedro, refiriéndose al grupo que se llamó Prisma.
Y, él, al enfrentarse a artistas uruguayos de ese gran nivel, “tuve que bicicletear como loco para ponerme a la altura de ellos, porque eran unos monstruos y yo era el peorcito. Creo que, con el tiempo, laburando doce horas por día me empaté”, agrega.
En aquel entonces, se compró un despertador y, a las doce horas de trabajo, sonaba. Solo ahí es que se levantaba y dejaba de trabajar. Así fue como aprendió de disciplina, exigiéndosela a sí mismo.
Incluso, durante más de ocho años, desarrolló kenpo, una de las artes marciales más ortodoxas que contiene cientos de figuras para aprender. “Eso, para elaborar pinturas, es una maravilla. Pueden haber dos mil personas al lado mío y yo no las oigo”, confiesa.
Fue su sensei de kenpo el que un día le dijo que él tenía el peor de los enemigos: la facilidad.
La docencia, en su vida, vino a través del taller de Clever Lara. “Como a mí me becaron, yo devolví la beca y trabajé ocho años”, dice Pedro. Y, más tarde, por diferencias en los métodos de enseñanza, una cuestión muy “torresgarciana”, empezó su propio taller.
Así es como en 1985 se fundó el Taller de la Buena Memoria, un taller que armó con un colega y con su madre, y que prácticamente siempre estuvo instalado en Ciudad Vieja, aunque cambió de espacio más de una vez.
Vivió la llegada de David Finkbeiner a fines de los 80, un americano considerado uno de los innovadores en gráfica, con el propósito de dar un curso de grabado en metal en el Museo Nacional de Artes Visuales. Para ingresar, recuerda Peralta, había que presentar una carpeta de obras, y no un currículum, Gracias a eso, lo cursó. Y, además de él, había otros artistas como Gustavo Fernández, Amengual, Javier Gil, Picky Flores, Álvaro Zinno, Pelayo.
Una vez terminado ese curso, frente a la imposibilidad para imprimir grabado por su costo carísimo, pidió a la Fundación Bank Boston auspiciamiento para comprar una prensa, y mandó a hacerla en San Carlos. Una de las prensas más grandes de Uruguay, de ochenta por noventa y en platina. Una vez comprada, se convirtió en una máquina para que todo aquel que quisiera hacer grabado tuviera dónde imprimir gratis.
Y, desde ahí, junto a Picky y a su madre fundaron el Taller de la Buena Memoria. “En definitiva, si sé de grabado es por Picky”, atribuye Peralta.
“Estábamos en el momento del neo expresionismo y la trans vanguardia. ¿La vanguardia qué es? Lo que va adelante. ¿Y la trans vanguardia? Lo que va delante de lo que va adelante. Era una cuestión semántica bastante jodida, pero tenía que ver con una estética que uno planteaba, la opción de vida, la opción plástica”, dice Pedro y explica que el Taller de la Buena Memoria se llama así porque, a pesar de todas las corrientes contemporáneas o modernas, él sigue amando a Rembrandt. O porque Duchamp, padre del conceptualismo, cuando hizo la obra El gran espejo lo acompañó de un libro que explicaba que la obra estaba hecha en base a La rendición de Breda de Velázquez.
“Me niego al tipo que hace arte sin honestidad, porque es moda”, sentencia. Y agrega: “Hoy en día creo que tenemos un taller bastante especial porque no le enseñamos nada a nadie. El que viene acá nos pide lo que quiere aprender. Tengo alumnos conceptuales, alumnos geométricos, figurativos muy pocos”.
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Dice que es absolutamente intuitivo para pintar, que él arranca. Que el año pasado, en octubre, llevaba más de veinticinco cuadros pintados ese mismo año. Que, antes de eso, estaba pintando tres o cuatro, solamente. Que la calma de vivir en Balneario Buenos Aires es indudable. Que ha tenido mucha suerte en la vida y que ha estado en los lugares indicados, en los momentos indicados. Que llegó a conocer a Solari y a recibir sus consejos. Que se escribía con Saramago. Que llegó a estar en una cena con él, su esposa y Tomás de Mattos. Que le dijo que ni a él ni a Borges podía leerlos porque no los entendía. Que Facundo Cabral le dijo que están los que creen en Dios y los que no saben que creen en Dios porque, cuando alguien pinta, el Niño Jesús nace. Que lloró mucho cuando lo asesinaron. Que una de las razones por las que el Palacio Salvo aparece de forma recurrente en su obra es por una cuestión de honestidad artística, porque él es uruguayo, es montevideano y ama a la Ciudad Vieja. Que también tiene que ver con que él cree que somos el resultado biológico del realismo mágico, de una mezcla de un montón de culturas porque descendemos de los barcos. Que también aparece, a veces, el Gaucho de Blanes. Que lo han comparado con Dalí y con el surrealismo, pero que él no entiende bien al surrealismo.