Juan Carlos Onetti: a 112 años de su nacimiento

“La obra de Onetti no ha tenido el reconocimiento merecido” Nobel Mario Vargas Llosa, 2015.

Juan Carlos Onetti (Montevideo, 01/07/1909 – Madrid, 30/05/1994) nunca fue un escritor popular, de masas. Ni siquiera el “boom” de la literatura latinoamericana de la segunda mitad de los 60 y los 70 –que catapultara a Vargas Llosa o García Márquez, entre otros- lo alcanzó. Sus personajes grises, pesimistas y perdedores contumaces, apenas encontraron eco en algunos de nosotros, sus pares rioplatenses.
Y a pesar de la perfección técnica de sus obras, claramente a partir de La vida breve (1950), “la primera novela moderna en castellano”, según Vargas Llosa, El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964), su nombre no vendía en los escaparates de las librerías.
Quizás porque se trata de novelas morosas, con poca acción, es que únicamente fueron valoradas por los críticos e intelectuales europeos (españoles, sobre todo) que lo salvaron de la marginalidad literaria y económica, al concederle el Premio Cervantes en 1980 y le regalaron “una sobrevida”, como el propio Onetti dijo en su discurso de aceptación.
Al convertirse en el primer escritor uruguayo -y hasta 2018, cuando lo obtuviera la poetisa Ida Vitale, el único- la valoración de la obra de Juan Carlos Onetti subió su cotización y sumó elogios de intelectuales que, hasta entonces, habían sido indiferentes o incluso refractarios a la obra de este escritor casi hosco y catalogado como “raro”.
Así en 1985, el MEC le concedió el Gran Premio Nacional de Literatura por el conjunto de su obra. Sin embargo, el escritor, que residía en Madrid desde 1979, se negó a viajar a su ciudad natal para recibirlo: “no quiero volver a Montevideo y ver cómo han envejecido las mujeres que amé”, fue su pretexto. Más bien, toda una declaración de principios.

En efecto: en el universo onettiano, el tiempo y la vejez son sinónimos de decrepitud; una pendiente que se inicia al entrar en la madurez y abandonar los sueños de juventud: “Usted tiene 30, 40 años, no importa; ya es un hombre hecho, es decir, deshecho”, le arroja en la cara un celoso hermano mayor al pretendiente de su hermana en uno de sus mejores cuentos: “Bienvenido, Bob”, publicado en Buenos Aries, en 1941.

Es que en Onetti, los temas y las claves de toda su obra, están presentes desde su primer librito de 1939: El pozo, una nouvelle de sólo 48 páginas que le publicó su amigo el poeta Juan Cunha, en su imprenta de la Ciudad Vieja. Fueron 300 ejemplares en rústica que, premonitoriamente al título, juntaron polvo durante años en el sótano del local, ante la total falta de repercusión en el circuito cultural de Montevideo, un ambiente pequeño y provinciano que acababa de construir la identidad del “País del Centenario”, con poetas románticos, novelistas históricos y cuentistas del llamado criollismo o nativismo.
Y el joven Onetti hacía otra cosa. De esta manera, El Pozo no salió de allí, hasta una crítica de Ángel Rama, en 1965, que lo reconoció como una obra, “con defectos técnicos”, atribuidos a la juventud (30 años) del autor, pero original y digna de ser tenida en cuenta.

Los grandes escritores no reflejan simplemente su tiempo y lugar: crean otro universo atemporal. “Los hechos son vacíos; yo quería contar una historia sin hechos, sólo con las emociones que los llenaron”, escribe Eladio Linacero, un hombre a punto de cumplir 40 años, sin trabajo, que se acaba de divorciar y vive en una mugrosa pieza de un conventillo de Montevideo, compartida con un obrero centroeuropeo que apenas habla español…
La estructura de El pozo no sigue una línea argumental. Cada capítulo nos cuenta una escena (o dos) de la vida de Linacero, desde su adolescencia y su debut sexual con una prima en una fiesta del 31 de diciembre en la casa paterna de Capurro, su fallido matrimonio, la pobreza y la frustración de las relaciones personales (antiguos compañeros, mujeres) que van acorralando al protagonista, quien se aferra a la escritura, como un náufrago a una tabla: “Puede que no sepa escribir, pero escribo sobre mí.”
Linacero sabe que está irremediablemente solo y que su angustia existencial no se quitará ningún nacionalismo triunfante (hay referencias al avance del fascismo en Europa), pero tampoco la placidez de la meritocracia del Uruguay feliz en los años 30: “Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”.

Esta amarga conclusión del protagonista, suena al desencanto inherente a la Posmodernidad. ¡Sólo que fue escrita medio siglo antes del fin de los grandes relatos!
Esta anticipación futurista a un tiempo de individualismo feroz y relativismo moral, que hay en la literatura de Onetti, más su pesimismo existencial, quizás expliquen su escasa popularidad hasta la década del 80, cuando comienza su rescate académico, desde fuera de un Uruguay, todavía marginal para los circuitos literarios mundiales, y que ya había elegido y canonizado a los “grandes escritores latinoamericanos”.
Para entonces, el mayor novelista uruguayo era poco más que el mito del hombre de pocos amigos, que tomaba whisky, leía policiales clase B y casi no se levantaba de su cama en su apartamento de la Avenida de las Américas, en Madrid, que había podido comprar con las pesetas del Premio Cervantes.

Prof. Daniel Abelenda.

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