Con una sucesión de tragedias que parece interminable se encuentra quien lee la obra de Horacio Quiroga, pero lo mismo ocurrirá con quien se adentre en su biografía. El 19 de febrero pero de 1937, en Buenos Aires, el más trascendente de los salteños de todos los tiempos, le dejaba a la humanidad una última tragedia, la suya propia. La madrugada del 19 de febrero, hace 84 años atrás, Horacio Quiroga se quitaba la vida al beber un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la capital argentina, tras enterarse que sufría cáncer de próstata.
Escribió Alfonsina Storni alguna vez: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales, y así como en tus cuentos, no está mal… Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte que a las espaldas va. Bebiste bien, que luego sonreías…”.
Sobre Quiroga, el escritor montevideano Guillermo Lopetegui, apasionado estudioso de su obra ha señalado: “
Pero si a algo fue siempre fiel, es al hecho de haber sido él mismo, tanto cuando escribió “urgido por la necesidad” como cuando el oficio en sí era su válvula de escape una vez que retornaba cansado y sudoroso del monte; una vez que los padres de alguna María Esther, Ana María o “la chica de Lomas”, le cerraran las puertas en la nariz; una vez que recordara, sin mencionarlo, las pasadas muertes de sus seres queridos. Entonces Quiroga era joven y temía a que “la muerte nos siegue verdes”, pues consideraba que aún no acababa de cumplir con su obra; más bien que -en medio de la travesía que lo llevó al fracaso de París mientras iba escribiendo su diario de viaje y pensaba en su futuro y también en la muerte- recién la estaba iniciando.
Ya son más las cartas sombrías que escribe que los relatos que lo caracterizaron a lo largo de más de tres décadas. Ahora el hombre siente próximo el tiempo de lanzarse a emprender ese misterioso viaje, para renacer luego “en un brote, un fosfato, el haz de un prisma”. Quiroga deja de lado su pasado, o más bien que lo retorna para sí completamente. Su recuerdo se inclina por momentos a la visión de María Elena y la pequeña Pitoca, quienes ya hace un tiempo están de regreso en Buenos Aires. Desde la distancia él parece ir comprendiendo que los caracteres habían empezado a hacerse incompatibles, aceptando sin embargo, al igual que Merimée –fracasado también con una mujer joven y linda- que “Me ha hecho feliz cinco meses…le debo pues mi vida entera” (…) Conforme aún se sigue hablando de él para bien y para mal -tanto en las peñas literarias que ya no cuentan con su presencia como en el grupo martinfierrista capitaneado por un joven llamado Jorge Luis Borges, que habla y escribe en detrimento del autor salteño -; conforme Horacio Quiroga-escritor ya tiene asegurado su puesto en las letras rioplatenses, Horacio Quiroga-hombre procura asegurarse un puesto en el lugar donde menos incomode, rodeado por sus herramientas, aves y recuerdos disecados; sólo procura hallar un lugar en la comprensión de ese “hermano menor” que no se decide a ir a Misiones, pero con el que mantiene un profundo lazo afectivo traducido en ese epistolario de los últimos años…”.
(Fragmento de un discurso pronunciado en Casa Quiroga, Salto, febrero de 2015).